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ARTESATURNO |
Exaltación del horror vacuiFrancisco Acedo |
ARTESATURNO |
No sé cuántas veces se habrá dicho y escrito que sólo se vive una vez. Es –quizá- uno de los mayores lugares comunes de toda la humanidad, pero vivido, revivido, pensado y repensado ha dado lugar a algunas de las más bellas creaciones artísticas: las propias vidas, que, en muchos casos, se convierten en verdaderas obras de arte. Fue el propio Luis II de Baviera (a quien, en una época idolatré, ahora ya no sé, pues gran parte de mis mitos han caído en esta fase de iconoclastia interna en la que me encuentro) el que decidió convertir su vida en una gran obra de arte, cuando se dio cuenta de que su capacidad creativa (dentro de los cánones sociales generalmente aceptados) era nula. Decidió rodearse de belleza, consagrar su vida a la belleza. Lo llamaron loco, hoy también lo haríamos, sin duda, cuando en realidad la excentricidad, el derroche, el exceso, no son más que signos inequívocos de una vida plena, la cual, no nos engañemos, viene siempre rodeada de escándalo. Que hablen, aunque sea bien, el escándalo es signo de vitalidad en todos sus aspectos. Sube el telón lentamente, se intuye –lejano- un palacio imposible entre la bruma de las primeras horas. Un lago sobre el que alguien rema. Pueden verse reminiscencias de Rubén Darío (y quien no las vea, que lea un poquito más) pero el escenario lo requiere y el autor encuentra excesivos paralelismos a los que no desea renunciar. Quizá estemos en Hohenschwanghaus, la alta morada de los cisnes. Caeremos en el tópico y sonará el preludio de Tristan e Isolda, que tantas veces acompañó al autor. La falúa se acerca y distinguimos al propio Luis II, revestido de pompa real y conducido por un hermoso joven vestido a la turca. Silencio. Sólo se escucha el sonido del remo al romper el agua. Pasa la falúa ante nosotros y nada sucede. No debe de ser el momento propicio. Lástima que hayamos empleado tanto en la escenografía y los actores, pero no siempre la producción está a la altura de las circunstancias y del público. Las vidas plenas lo son cuando están llenas de vivencias, de personas, de lecturas y de objetos superfluos. Sin duda el coleccionista lo es por distinción, en su sentido más etimológico. Una casa es reflejo de quien la habita, por ello, a veces, da verdaderos escalofríos visitar por primera vez algunas. La decepción que se siente es asoladora al ver un espacio mimético y repetido de algún que otro catálogo decorativo. Siento ser clasista, pero lo soy, y soy clasista como Agustín de Figueroa, que no creía en las clases, sino en la clase. En esa clase única (en todos los sentidos) es en la que creo y a la que la sociedad debe tender, aunque semejante utopía nunca se lleve a cabo. Casas frías y repetidas, vista una, vistas todas. Prescindibles, tan prescindibles que serían leña propicia para la hoguera de las antivanidades de algún nuevo Savonarola de turno. Objeto de los dardos de Petronio imposible, porque ya ni quedan Petronios, por mucha falta que nos hagan. Los más similares pueden ser esos parásitos afectados que hablan de las Casas Reales como si de las suyas propias se trataran. Hueros polichinelas, reductos de los últimos días de las democratizadas monarquías. Hubo un día en que éstas coleccionaron, bien por pasión artística, como el caso de nuestro Felipe IV, o por mero afán de posesión. Todos, absolutamente todos los regímenes han tendido a borrar su zafiedad con la pátina de la cultura. A otros, como a la Alemania nacionalsocialista, la cultura les volvió tan exquisitos que olvidaron que las obras de arte estaban hechas por la mayor de ellas, el hombre. Saqueos, expolios, robos. Todo es justificable para llenar palacios y museos. Ninguna sociedad es más culta que aquella que es más fuerte y puede robar a manos llenas. No quiero mirar al otro lado del océano y ver los horrores del ogro yanqui. Pensaré en que cualquier tiempo presente no fue mejor que el futuro, y que éste no ha llegado, y que ayer –por fortuna- no volverá. Presentes sucesiones de difuntos repetidas una y otra vez. Trenes que escapan hacia palacios expropiados, joyas que nunca lucirán las hijas, retratos cuyas familias nunca volverán a ver. Zafias manos que roban belleza a costa de la sangre de sus iguales. Así se haría cualquiera una colección. -¿No crees que si sigues por ese camino nadie va a seguir leyendo esto? Pepón, mi gato siamés, me obliga a cambiar el tercio, siempre es demasiado crítico. Eugenia, mi perra, un sabueso de Baviera, acepta todo lo que hago digo o escribo. Lo suyo es pasión en estado puro. Pepón sabe que puede hacer conmigo cualquier cosa porque se la consentiré, entre otras cosas porque sabe demasiado de mi vida y debo comprar su silencio. Eugenia se tumba siempre a mis pies, incluso ahora, en pleno verano. Pepón escoge el lugar más cómodo y ahora, tras abandonarme, sortea unos cuantos objetos de mi despacho hasta afilar sus uñas –una vez más- en el damasco de un sillón al que di por perdido hace tiempo. Pepón lleva conmigo casi doce años y ha visto evolucionar mi vida y mi equipaje. A pesar de que siempre me dijeron que fuera ligero, nunca lo he conseguido. Para mí desplazarme un fin de semana supone un esfuerzo semejante al que le produjo a la Reina de Saba salir hacia Jerusalem. Todo ello debido a mi laxo concepto de lo imprescindible y mi tendencia a acumular objetos. Tal vez yo no pueda entender una casa sin cosas que, al resto de la humanidad, les puedan parecer peregrinas, por eso no me considero coleccionista, sino acumulador, porque un coleccionista planifica, sondea, investiga, un acumulador se lo lleva todo para casa y luego ya decidirá que hace con aquello, si es que hay algo que hacer, o si para algo sirve, porque –de todos es sabido- que lo bello es lo inútil. -Deja de hablar de ti. Qué lata de gato. Poseer es un placer en sí mismo, independientemente de cómo algo llegue hasta uno. De repente, una tarde (las mañanas no existen) se sale sin la más mínima intención de adquirir nada. Se pasea sin rumbo fijo, y, en un momento dado, una puerta de un anticuario, almoneda, chatarrero o vaya usted a saber qué llama la atención. Se siente una irresistible tentación a entrar, con el firme propósito, eso sí, de no adquirir nada. Súbitamente algo llama la atención, escondido entre el polvo, camuflado por varios cachivaches. Parece de buena factura. En un momento de descuido del propietario se examina con algo más de detalle y nos convencemos de que sólo puede estar en casa. Se adquiere, se envuelve en papel de periódico, se introduce en una bolsa reciclada y se conduce a casa. Allí llega el mejor momento, la contemplación en soledad, pensar que hemos engañado al vendedor con el precio (aunque probablemente los engañados seamos nosotros), el remordimiento posterior (¿para qué lo habré comprado?) y la satisfacción de pensar que ya es sólo nuestro. Se busca un lugar, se coloca en medio de otros objetos similares de igual o distinta procedencia y al poco rato queda ya olvidado. Los amigos sensibles lo descubrirán enseguida, los otros dirán que otro zarrio más que tienes en casa si es que dicen algo. Uno dejará de sentir placer por el objeto a los pocos días y los sentidos estarán dispuestos a encontrar uno nuevo que llene el vacío anímico. Es paradójico que las vidas plenas estén tan vacías y que la adquisición sea, en gran medida, un ansiolítico tan eficaz. Lo cierto es que el componente genético es algo fundamental a la hora de dedicarse a estos menesteres. Así como hay genes que incitan al alcohol, el juego o la drogadicción, deben de existir otros que impulsen a la posesión de la belleza. No creo que el coleccionismo se fomente a través de las colecciones por fascículos, puesto que un verdadero coleccionista aspira a tener aquello que los demás no poseen, esto es, bienes no reproducibles a voluntad, o, en su caso, de limitadas tiradas y buenas calidades que, combinados de un modo aleatoriamente estudiado, den impresión de exclusividad. Pueden ser un buen comienzo la filatelia o la numismática, (aficiones que, como la masturbación son propias y confesables de la adolescencia, pero que se prolongan a lo largo de la vida con un cierto velo de silenciosa culpabilidad) así como los fósiles o los minerales, siempre y cuando –insisto- no se adquieran en quioscos ni lugares similares. Una abuela, una tía soltera, pueden ser más eficaces a la hora de coleccionar que cualquier otro factor. Naturalmente hablo y hablaré de coleccionistas natos, no de aquellos que coleccionan por darse prestigio o por exhibir saneadas cuentas corrientes en sus cómodas estancias. El coleccionista verdadero es celoso de su intimidad y se cuida muy mucho de mostrar sus tesoros. El olfato es importante a la hora de saber qué visitante de la casa y cuál no, es digno, o no lo es, de hacer una visita guiada por la casa propia, que suele ser lo más parecido al nido de una urraca. La urraca es un animal hermoso e incomprendido, únicamente exaltado por una ópera de Rossini La gazza ladra, y culpable del robo de las joyas de la Castafiore. Pocos animales tienen su sentido estético y quien diga que nunca ha temblado ante el brillo de una esmeralda de enorme quilataje es que miente o no las ha visto. Las visitas sensibles demandarán la explicación o, mejor aún, la contemplación de alguna pieza, mejor que mejor, si es única. Las piezas poseídas explican la vida de sus actuales propietarios, sus criterios y la evolución de los mismos a lo largo del tiempo, los períodos de crisis, los de bonanza, el amor y la soledad. Libros que nunca se leyeron, lámparas que nunca se llegaron a encender, joyas que jamás saldrán de sus estuches, cuadros que acabaron almacenados o –en el mejor de los casos- colgados en algún pasillo, objetos heredados a los que se dio vida, cachivaches acumulados en alguna casa familiar cerrada que fueron rescatados del olvido de décadas. Todo permite una lectura minuciosa del coleccionista, fetichista, seguramente en algunos aspectos, que, pudiera ser, aunque no siempre sea así, coleccione también amantes o, en su defecto, recuerdos y memorias. Al igual que los gatos eligen vivir con nosotros, los objetos también nos eligen, no sabemos por qué motivos. Están dotados de una vida única y propia que los obliga a buscar manos que los aprecien y compartir su existencia con objetos de su agrado. Cuando un objeto está a disgusto en una casa se nota y busca su lugar, su ubicación, pero muchas veces no la haya y sale como entró, con la excusa de un regalo personal, que no es otra que el deshacerse de aquello que no cuadra en nuestras vidas. Otras veces simplemente busca una mudanza física, tal vez porque no desee estar junto a su vecino y tenga preferencia por esa cómoda o aquel aparador. Los cuadros son caprichosos y esclavizantes, e incluso obligan a desplazarlos de lugar a altas horas de la madrugada, con lo que ello supone de reordenamiento de varias paredes. Esclavizantes objetos que supuestamente deberían hacernos más agradable la vida. Los objetos poseen las energías de sus anteriores propietarios, las cuales –incluso- se pueden intuir en muchos casos, en otros no. Pero eso sería porque fueron anodinos. No todos los poseedores de objetos bellos son interesantes, muchas veces fueron interesantes quienes los regalaron. Adquirir una obra de arte absolutamente nueva es un riesgo importante, puesto que le transmitiremos nuestro espíritu para siempre y vayan ustedes a saber qué será de ella una vez desaparecidos, porque –por mucha ansia de inmortalidad que todos poseamos- al final nuestra vida acaba entre herencias y almonedas. Un verdadero coleccionista sabe cuándo se puede alterar la historia de un objeto. -Es magnífica esta pieza. La pieza en cuestión se revuelve en su peana y piensa que si ella pudiera hablar contaría que quien la adquirió fue el individuo en cuestión, pero ésa es otra historia, porque seguramente muchos objetos están tan agradecidos a los propietarios que las sacaron del olvido y las adoptaron que no les tienen en cuenta ésos y otros comentarios. Lo cierto es que llega un momento en que existe tal comunión entre objeto y propietario que ambos se ignoran mutuamente. Los unos pasan a ser piezas de un decorado y el otro pasa a ser un actor que desarrolla ciertas escenas y actos en la escenografía que él mismo se ha fabricado. Nunca olvidaré la primera ocasión (puesto que desde ésa se han repetido varias más) en que visité Il Vittoriale, la casa que el poeta Grabiele D’Annunzio se construyó sulle rive remote del Lago di Garda. La propia construcción ya es una joya en sí de ampliaciones, superposiciones, edificios extravagantes e imposibles. Pero el interior... ese interior repleto de todo cuanto se pueda imaginar, con una combinación perfecta entre modernidades de la época del autor con antigüedades fascinantes, las reliquias personales del propietario, objetos de dudoso gusto o calidad, hacen de ese espacio algo tan personal e inimitable que todos sus pecados políticos se le perdonan y se llega a afirmar (borracho de belleza) que mayor coleccionista fue que escritor, que ya es decir. Pero es que las borracheras de belleza son todavía mucho más complejas que las etílicas y de sus efectos secundarios preferiría no contarles mucho. Casas aisladas, los coleccionistas verdaderos aman las casas aisladas. Y no necesariamente de forma física, sino estableciendo una sutil frontera con el resto del mundo. La frontera abre y cierra, tiene su propia aduana y exige sus propios visados. No hay mayor pudor que el de la casa propia, ni siquiera el del cuerpo desnudo (si es que alguien a estas alturas de la vida lo sigue teniendo), porque mostrar la casa y su contenido es como mostrar el alma, la vida toda, de dónde se viene y a dónde se va, o de dónde se quiso venir y a dónde se fue, o se quiere ir. La vida es una crisis constante, crisis etimológica, encrucijada de caminos, que quiere decir en griego. En esos caminos mil y un objetos nos esperan para acompañarnos y seguir modelando nuestras vidas. Hay vidas clónicas llenas de muebles de mónteselo usted mismo, y que nadie me diga que es cuestión de economía. Hay tantas maneras de adquirir a buen precio objetos bellos, hay tantas formas de combinarlos, pero con el buen gusto se nace y, si no se cultiva, con el paso del tiempo se corre el riesgo de caer en el kitsch. -Estas volviendo a las andadas elitistas y eso no te conviene que es impopular. Los gatos incomodan cuando les viene en gana y le cortan a uno el pensamiento. Fumaré el cigarro, antes de que me vea obligado a dejar mi único vicio confesable, junto al coleccionismo. Fumado el cigarro reniego del concepto de mal entendido elitismo que rodea al hecho de coleccionar, de quienes coleccionan con motivos de proyección social, de quienes desean camuflar sus miserias con supuesta exquisitez, y de toda esa ralea de seres que sólo disfrutan sabiendo que los demás no pueden poseer lo que poseen ellos. Admiro a quienes coleccionan por amor al arte, a quienes tiemblan ante un objeto único, a quienes desean poseer algo para sentirse cercanos a la belleza y al hombre. Ése y no otro es el concepto de coleccionismo, la similitud entre lo poseído y el poseedor, el disfrute íntimo y pseudopúblico. -Antes pasé por aquí y no dije nada. Luis II había vuelto, pero ya era imposible hacerme eco de sus palabras, las escucharé con atención en cuanto termine estas líneas, o no, porque –probablemente- su espíritu se desvanezca al cerrar este archivo y sólo me quede con lo que me hubiera gustado que saliera de sus labios. Si no me diera pereza, convertiría esta divagación en un monólogo del Rey de Baviera, pero me temo que ya es tarde y no me queda tiempo porque el resto de textos ya están en imprenta. Que los dioses les sean propicios, como lo son a Lola y César, coleccionistas verdaderos. Como veo que Luis II sigue cerca, me embarco en la góndola de oro que ha dejado aquí amarrada y lo seguiré si el remero que ha dejado es lo suficientemente experto como para hacerlo. Si no lo alcanzo me dedicaré a hablar con el remero de lo divino y de lo humano (probablemente más de lo segundo), y, quién sabe, tal vez él también sea sensible a la belleza y el coleccionismo. Eso quedará entre nosotros. -Rema sin prisa. Lo mismo les digo: Vale. Publicado originalmente en Naturalezas del presente; obra editada por el Museo Vostell.
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